ArtistaTudela, Ricardo
(1893 – 1984) es una voz señera de la cultura mendocina: su vasta obra literaria incluye poesía, narrativa, ensayo y teatro, pero nos limitaremos en este caso a sus poemarios iniciales, en relación con las ideas estéticas formuladas por el mismo escritor en varias ocasiones y reseñadas acabadamente por Gloria Videla de Rivero (1996), en función de una hipótesis central que las relaciona con las poéticas románticas y posrománticas.
Esta meditación estética de la década del 30 se hace expresa con posterioridad al inicio de su obra poética, pero seguramente la alimentó en sus aspectos básicos. Las obras publicadas por Tudela en la década del 20 son las siguientes: “De mi jardín” (prosa y verso), de 1920; “Un veraneo en Potrerillos” (novela), de 1921; “Vida interior” (verso y prosa), de 1922; “Horas de intimidad” (poesías), de 1924 y “Los poemas de la montaña”, también de 1924.
Vemos cómo cada uno de los puntos expuestos en forma teórica encuentra su correspondencia y aun su justificación en la expresión poética. Según manifiesta el poeta, la poesía tiene como objeto “asir lo inasible”, de allí que prodigue en sus textos el campo semántico de lo impreciso y de lo vago, en ajustada expresión de la esencia mistérica de la poesía. De ese acto de sumersión en lo inconsciente emergerá la revelación de la palabra poética: “Y así como resurge de la charca / el nenúfar, fulgente de hermosura, / no está lejos el día en que tu alma, / de la charca también, resurja pura” (HI, 62).
La poesía supone entonces un acto ascensional, que intenta superar las limitaciones terrenas, y en esa búsqueda se da la unión de los contrarios –”la noche de mis dudas se hará triunfante día” (HI, 82), de lo bajo y lo alto “un hálito de cielo me sobrepone al lodo” (HI, 88), de todo lo existente: “el Secreto que es el Padre de las rosas, / de las aves, del aire, de la aurora, del día, / de la montaña augusta, de la selva bravía, / de la nube y la estrella, de los mares y el viento, / de todos los sentires, de todo pensamiento” (HI, 10).
Esa relación de la naturaleza con la poesía, de lo espiritual con lo vegetal, se expresa a través de una serie de metáforas en el poema; así por ejemplo “campos fecundos de la idea”; “trigal de la esperanza”; “huerto auroral de tus meditaciones”; “rientes y sutiles flores de la alegría”…. Pero este proceso de “reconocimiento implica un acto sacrificial –”cáliz de mí mismo”-, en el que el poeta es a la vez sacerdote y víctima, don que obedece a un imperativo ético y se pone al servicio de los demás: “yo quisiera, ¡oh buen hermano mío! / que este aroma llegara a perfumar tu hastío” (HI, 11).
La experiencia de la poesía, que es difícil y arriesgada -experiencia en la que se juega la totalidad del ser humano- representa para el poeta un imperativo ético, traducido en una serie de estrofas-mandamientos en el poema “Y dijo el Maestro”: “Buscar el verso que gentil nos rime / la dulce estrofa del vivir sereno”; “Ahogar el pesar y la amargura”; “Recibir en la brisa mañanera / un efluvio divino de poesía”; “Escudriñar, como se busca el oro, / el Arcano indomable de la vida”; “Reconciliar la carne con el alma”; “Mantener, cual vigía de la vida, / el alma siempre firme en la pelea”…
Se advierte, tanto en esta como en otras composiciones, una cercanía con la tradición judeo-cristiana, junto con las otras corrientes de pensamiento; campo semántico representado por una serie de alusiones bíblicas, y, en general, a través del tono de plegaria que asumen muchas composiciones. Sin embargo, como bien señala Gloria Videla de Rivero, ese Amor reiteradamente aludido, más que significar el salto de la fe que acerca a un Dios personal, sugiere más bien la contemplación de la Idea neoplatónica: “Que aquel que al fin presiente el reino de los cielos / encarnación suprema de todos los consuelos, // en una omnividente serenidad de cumbre / Amor siempre ha de darle la Divina Vislumbre” (HI, 90).
Esta “instancia totalizadora” de la poesía, que conduce a un fin que la trasciende, que está más allá de sí misma -la poesía como viaje- y la naturaleza dual de la experiencia humana, se expresan a través de la imagen y la antítesis: “Detrás de la tormenta está calma / y junto a la amargura el buen consuelo” (HI, 34).
El poeta no ha encontrado aún esa buscada serenidad y siente los acicates de la materia, desarrollados en una serie de potentes imágenes en el poema titulado precisamente “La canción de la carne”: “Las serpientes del deseo se retuercen en mis venas, / perturbando el dulce encanto de mis horas más serenas” (HI, 102).
Pero el poeta mendocino encontrará la respuesta a su búsqueda en la naturaleza, en el entorno regional, con lo que se abre camino en su poesía –y en toda la lírica mendocina- la expresión del propio terruño, como fruto de una observación directa, captada con todos los sentidos –”Al vagar por los valles, con el alma sedienta, / tienen fluidos las hierbas que el pesar nos ahuyenta. / Entre pardos zarzales y la red de jarilla, / l ambición se modera y el vivir se asencilla” (HI, 153)- y con un sentimiento genuino, a la vez que como símbolo de realidades inmateriales; así, en “Quietud montañesa”: “Mucha paz en el monte y un claror de alborada. / La montaña está alegre como novia entocada”. (HI, 144).
De este modo, se instala el símbolo que articulará todo el poemario siguiente – “Poemas de la montaña” (1924) – y que, entre sus múltiples posibilidades significativas asume la representación del poeta. Este símbolo constela muchos de los aspectos desarrollados anteriormente, en tanto representa elevación, inquietudes espirituales aludidas por el color “azul”, también reiterado con valor simbólico; en su interior encierra el “azul secreto / que es el ritmo eterno de la Creación” y finalmente, es camino ascensional que acerca a “gran Cruz del Sur” (PM, 6).
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