Quiroga, Horacio
Horacio Silvestre Quiroga Forteza, nacido en Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1878, y fallecido en Buenos Aires, Argentina, el 19 de febrero de 1937, se destacó como un renombrado narrador, dramaturgo y poeta uruguayo. Reconocido como uno de los expertos del relato latinoamericano, Quiroga fue maestro en la creación de narrativas con una prosa vibrante, naturalista y modernista. Su legado artístico perdura como una influencia duradera en el panorama literario, dejando una huella imborrable en la historia de la literatura latinoamericana.
Sus narraciones a menudo presentan a la naturaleza con rasgos aterradores y horrorosos, considerándola una adversaria en las circunstancias humanas. Ha sido equiparado con el escritor estadounidense Edgar Allan Poe.
Quiroga se autodefiniría como un «franco y vehemente soldado del materialismo filosófico». De manera simultánea, desempeñaba labores profesionales, se dedicaba a sus estudios y colaboraba con las revistas La Revista y La Reforma. Permanece hasta hoy su primer cuaderno poético, que alberga veintidós poemas de diversos estilos escritos entre 1894 y 1897.
Durante el carnaval de 1898, tuvo su primer encuentro con el amor, encarnado en María Esther Jurkovski, quien se convertiría en la musa inspiradora de dos de sus obras más destacadas: «Las sacrificadas» (1920) y «Una estación de amor» (1917). Sin embargo, las desavenencias generadas por la oposición de los padres de la joven —quienes desaprobaban la relación debido al origen no judío de Quiroga— llevaron a la separación de la pareja.
En el año 1899, se estableció la Revista de Salto. Después del trágico suicidio de su padrastro, Horacio Silvestre Quiroga Forteza tomó la decisión de invertir la herencia recibida en un viaje a París. El período de ausencia, incluyendo el tiempo de travesía, se extendió por cuatro meses. Sin embargo, las circunstancias no evolucionaron según sus planes: el joven que partió de Montevideo en primera clase retornó en tercera, desaliñado, hambriento y con una barba negra a la cual nunca más renunciaría. Sus vivencias durante esta experiencia quedaron plasmadas en «Diario de un viaje a París» (1900).
Al regresar a su tierra natal, Quiroga convocó a Federico Ferrando, Alberto Brignole, Julio Jaureche, Fernández Saldaña, José María Delgado y Asdrúbal Delgado, y junto a ellos fundó el «Consistorio del Gay Saber», un laboratorio literario experimental donde exploraron nuevas formas de expresión y abogaron por los objetivos modernistas de la generación del 900.
En 1902, abandonó Uruguay para trasladarse a Argentina cruzando el Río de la Plata. En Buenos Aires, el artista alcanzaría su plenitud profesional, especialmente durante sus períodos en la selva. Además, su cuñado lo introdujo en la pedagogía y le facilitó empleo como maestro bajo contrato en las mesas de examen del Colegio Nacional de Buenos Aires.
Nombrado profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires en marzo de 1903, Quiroga, ya convertido en un hábil fotógrafo, expresó su interés en acompañar a Leopoldo Lugones en una expedición a Misiones en junio de ese mismo año. La expedición, financiada por el Ministerio de Educación, tenía como objetivo la investigación de ruinas jesuíticas en la provincia. La destreza de Quiroga como fotógrafo llevó a que Lugones aceptara su participación, permitiéndole al uruguayo documentar visualmente este viaje de descubrimiento.
Al regresar a Buenos Aires tras su experiencia en el Chaco, Quiroga se inclinó hacia la narración breve. En 1904, publicó el libro de relatos «El crimen de otro», fuertemente influenciado por el estilo de Edgar Allan Poe. Este trabajo fue reconocido y elogiado, entre otros, por José Enrique Rodó. Las comparaciones iniciales con el «Maestro de Boston» no molestaban a Quiroga; al contrario, las recibía con complacencia, sosteniendo a menudo que Poe era su primer y principal mentor, una afirmación que mantendría a lo largo de toda su vida.
Durante un lapso de dos años, Horacio Silvestre Quiroga Forteza se dedicó a la creación de diversos cuentos, abarcando desde relatos de terror rural hasta historias dirigidas a un público infantil. Estas últimas estaban pobladas de animales que, sin perder sus características naturales, poseían la habilidad de hablar y pensar. En este período, surgieron obras notables como la novela breve «Los perseguidos» (1905), resultado de su expedición con Leopoldo Lugones por la selva misionera hasta la frontera con Brasil. Asimismo, destaca «El almohadón de pluma», publicado en la revista argentina Caras y Caretas en 1905, la cual llegó a publicar hasta ocho cuentos de Quiroga al año. Rápidamente, Quiroga se convirtió en un colaborador renombrado y prestigioso, siendo sus escritos buscados fervientemente por miles de lectores.
Después del trágico suicidio de su joven cónyuge en 1915, Quiroga se trasladó a Buenos Aires con sus hijos. En la ciudad, obtuvo un cargo como secretario contador en el Consulado General uruguayo, gracias a las incansables gestiones de amigos orientales que deseaban preservarlo de una situación que podría haberlo llevado a extremos fatales.
Durante un extenso período, el escritor se inmersió en la crítica cinematográfica, asumiendo la responsabilidad de la sección correspondiente en revistas destacadas como Atlántida, El Hogar y La Nación. Además, participó en la creación del guion para un largometraje, «La jangada florida», aunque lamentablemente este proyecto nunca llegó a materializarse. Posteriormente, fue convocado para liderar una iniciativa de formación en cinematografía, respaldada por inversores rusos y con la participación de destacados colaboradores como Arturo S. Mom, Gerchunoff, entre otros. Sin embargo, esta propuesta no logró alcanzar el éxito deseado.
En 1935, Quiroga empezó a experimentar molestos síntomas, aparentemente relacionados con una prostatitis u otra afección prostática. Las gestiones de sus amigos tuvieron éxito al año siguiente, cuando se le otorgó una jubilación. A medida que su condición prostática se volvía insostenible, Horacio viajó a Buenos Aires en busca de tratamiento médico. Ingresó en el prestigioso Hospital de Clínicas de Buenos Aires a principios de 1937, donde una cirugía exploratoria reveló un avanzado y terminal caso de cáncer de próstata, que resultó intratable e inoperable.
La tarde del 18 de febrero, una junta médica informó al escritor sobre la gravedad de su estado. Posteriormente, Quiroga solicitó permiso para abandonar el hospital, lo cual le fue concedido. Aprovechando esta libertad, realizó un extenso paseo por la ciudad, siendo probable que ese día adquiriera cianuro en una farmacia, sustancia con la que posteriormente se suicidaría.
El cuerpo sin vida de Horacio Silvestre Quiroga Forteza fue velado en la Casa del Teatro de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), institución de la cual fue fundador y vicepresidente. En un acto de profundo respeto y reconocimiento, sus restos fueron repatriados más tarde a su país natal. Uno de los anhelos expresos de Quiroga era que, al fallecer, su cuerpo fuera cremado y que sus cenizas se dispersaran en la selva misionera.
Dado el fuerte deseo de sus seres queridos de tener un lazo simbólico con Salto, decidieron buscar algo significativo. Como resultado, optaron por crear una urna de algarrobo y encargaron esta tarea al escultor ruso Stepán Erzia. Erzia dedicó veinticuatro horas de trabajo continuo en la confección de esta pieza, que hoy reposa en el Museo Casa Quiroga en Salto, Uruguay, como un tributo eterno al legado del reconocido escritor.
Como seguidor devoto de la escuela modernista instaurada por Rubén Darío y ávido lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, Horacio Silvestre Quiroga Forteza se vio atraído por temáticas que exploraban los aspectos más extraños de la naturaleza, a menudo teñidos de horror, enfermedad y sufrimiento humano. Numerosos de sus relatos se alinean con esta corriente, siendo su obra más representativa la colección «Cuentos de amor de locura y de muerte».
Además, se percibe en Quiroga la influencia del escritor británico Rudyard Kipling, especialmente manifestada en su obra «Cuentos de la selva». Este ejercicio literario de fantasía se divide en varios relatos protagonizados por animales, cristalizando la influencia de Kipling en la narrativa de Quiroga. Sin embargo, resulta interesante notar que su «Decálogo del perfecto cuentista», dedicado a los escritores jóvenes, establece ciertas contradicciones con su propia obra. Aunque el decálogo aboga por un estilo económico y preciso, empleando pocos adjetivos, redacción natural y llana, así como claridad en la expresión, muchos de los relatos de Quiroga no siguen estrictamente estos preceptos, utilizando un lenguaje más recargado, con abundantes adjetivos y un vocabulario, en ocasiones, ostentoso. Este contraste añade complejidad y matices a la apreciación de la obra del destacado escritor uruguayo.
A medida que Horacio Silvestre Quiroga Forteza refinaba su estilo distintivo, su enfoque evolucionaba hacia el retrato realista, caracterizado por una intensidad angustiosa y desesperada, de la salvaje naturaleza que lo rodeaba en Misiones. La jungla, el río, la fauna, el clima y el terreno constituían el telón de fondo y el escenario en el cual sus personajes se desenvolvían, sufrían y, con frecuencia, encontraban la muerte. En sus relatos, Quiroga hábilmente plasmaba con arte y humanismo las tragedias que acechaban a los desafortunados trabajadores rurales de la región, detallando los peligros y sufrimientos a los que estaban expuestos, así como la forma en que esta dolorosa existencia se perpetuaba a lo largo de las generaciones.
Además, abordó temas considerados tabú en la sociedad de principios del siglo XX, revelándose como un escritor valiente y vanguardista en sus ideas y enfoques. Su audacia y falta de temor se evidencian aún hoy al leer sus textos, destacando la atemporalidad y relevancia de sus particularidades literarias.
Algunos analistas de la obra de Horacio Quiroga sostienen que la fascinación del escritor por la muerte, los accidentes y la enfermedad, temas que lo vinculan con figuras como Edgar Allan Poe y Baudelaire, puede atribuirse a la vida trágica que le tocó vivir. Independientemente de la veracidad de esta interpretación, es innegable que Horacio Quiroga ha legado a la posteridad algunas de las piezas más trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX. Su exploración valiente y única de la condición humana, enmarcada en un entorno natural y salvaje, ha dejado una huella indeleble en la literatura, destacando su impacto duradero y su contribución invaluable al panorama literario de la región.
Entre sus principales obras se encuentran:
– Diario de viaje a París (Testimonio y observaciones, Ed. Páginas de Espuma, Montevideo, 1900)
– Los arrecifes de coral (Prosa y verso, El Siglo Ilustrado, Montevideo, 1901)
– El crimen del otro (Cuentos, Ed. Emilio Spinelli, Buenos Aires, 1904)
– Los perseguidos (Relato, Ed. Arnaldo Moen y Hno., Buenos Aires, 1905)
– Historia de un amor turbio (Novela, Ed. Arnaldo Moen y Hno., Buenos Aires, 1908)
– Cuentos de amor de locura y de muerte (Cuentos, Soc. Coop. Editorial Ltda., Buenos Aires, 1917)
– Cuentos de la selva (Cuentos infantiles, Soc. Coop. Editorial Ltda., Buenos Aires, 1918)
– El salvaje (Cuentos, Soc. Coop. Editorial Ltda., Buenos Aires, 1920)
– Las sacrificadas (Cuentos escénicos en cuatro actos, Soc. Coop. Editorial Ltda., Buenos Aires, 1920)
– El hombre muerto (cuento), Diario porteño La Nación, Buenos Aires, 1920)
– Anaconda (Cuentos, Agencia Gral. de Librería y Publicaciones, Buenos Aires, 1921)
– El desierto (Cuentos, Ed. Babel, Buenos Aires, 1924)
– Los desterrados (Cuentos, Ed. Babel, Buenos Aires, 1926)
– Pasado amor (Novela, Ed. Babel, Buenos Aires, 1929)
– Suelo natal (Cuentos, Ed. Crespillo, Buenos Aires, 1931)
– Más allá (Cuentos, Soc. Amigos del Libro Rioplatense, Buenos Aires – Montevideo, 1935)
– A la deriva 1907
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